A Un lugar seguro, de Rame Cuen, hay que leerla como una pieza multitudinaria, híbrida, interdisciplinar; como un assemblage espacial que se calibra en su contenedor y que a la vez opera con suficiente holgura para activar los diálogos público-pieza-espacio en diferentes sustratos discursivos, desde una revisita histórica en registro documental al cuestionamiento de la estructura político-social del entorno con intervenciones in situ, pasando por homenajes a ídolos personales y provocaciones zen.
La anécdota que sirve como base a Un lugar seguro es un momento específico de la historia de vida de la familia Martínez Martínez, quienes ocuparon una franja de la ribera del Río Atoyac para habitarla, una playa a espaldas de la zona de bodegas del Mercado de la Central de Abastos. Su ocupación principal era la recoger, almacenar y revender los huacales que se desechaban después de los días de venta. Eventualmente, la presión de los agentes que manejan intereses políticos en el mercado empujaron a la familia a desplazarse a otro sitio. De este periodo es el primer acercamiento del autor a la familia y el resultado es una retratística familiar. Aquí la fotografía opera como documento social, un claro homenaje al periodo de fotoperiodismo del personaje tutelar de Cuen, Mary Ellen Mark. Lo fundamental de estas piezas es que el discurso pictórico que se abrevó de la fotógrafa estadounidense se convierte en el interruptor que desencadena la pieza. Se repite el principio aprendido, “cómo se lee una imagen y cómo se contextualiza”, pero de aquí en adelante, Cuen utilizará estrategias estéticas de diferentes disciplinas, resultado de un desarrollo en su quehacer artístico. La primera sugerencia discursiva es el entorno okupa de la familia Martínez Martínez. A diferencia de los movimientos europeos y aquellos que suceden en las grandes capitales del mundo, en los que en su mayoría se emplazan en viviendas particulares abandonadas, los oaxaqueños se procuraron un sitio de nadie, una faja de ribera que podría o no pertenecer a la Federación, ya que este territorio lo reclama el Estado con un cálculo referido en la Ley de Aguas Nacionales (LAN,2009), “a partir de la creciente máxima ordinaria […] durante diez años consecutivos”. De lo anterior, reflexionan los investigadores Peñaloza Rueda y González Verdugo en un análisis sobre la metodología que ocupa la Comisión Nacional del Agua para delimitar las zonas de protección: Al poner en práctica lo establecido en la LAN y su Reglamento para la delimitación de cauces y riberas, los límites que resultan pueden no abarcar la totalidad de las riberas, o incluso tampoco el ancho del cauce, como es el caso de cauces de planicie, en los que puede quedar gran parte de las llanuras de inundación fuera de los límites de protección; áreas evidentemente inundables que quedan propensas a urbanizarse. En este sentido, la base conceptual de Un lugar seguro no se mueve sólo desde la recomposición de una anécdota, sino que se afilia al arte político, no se despliegan en una actitud didáctica complaciente con el público, si no que se dilata en una dimensión de cuestionamiento frente a las estructuras de poder que tratan de administrar el pensamiento colectivo. El ejemplo más notable de esta operación es que la propia producción de la pieza no se delimita en cotos disciplinares, va del territorio de la fotografía al del arte objeto y pasa por el video o la instalación, pero no recortándose, sino que opera como en un flujo conciencia. Su lectura no es fácil, debe de ser activa, como público estamos acostumbrados a modelos de exposición más “entendibles” y “delimitados”.
En un segundo sustrato habría que referirse a cualidad de conexión potencial que tiene Un lugar seguro con los entornos físicos, históricos o sociales. Logopeia le llama Ezra Pound a esta capacidad que generan las piezas de arte. Habitar es morar sobre los pasos de nuestros antepasados, nos recuerda Iván Illich, y durante su habitar en el río, los Martínez Martínez ocuparon como material de construcción los huacales. Levantaron muros y configuraron habitaciones y patios incesantes, que variaban de acuerdo al suministro y reventa de su materia prima. La reinterpretación de este ejercicio arquitectónico y el uso de elementos como el agua corriente y el sitio histórico particular, afilian a esta pieza de Cuen a diferentes iconografías, desde la más universal como Dédalo durante la construcción de las encrucijadas del laberinto de Creta; hasta la más local, como la fundación de la ciudad de Oaxaca. Sin olvidar el gesto iconográfico de la geografía abierta que planteó Aby Warburg en “Atlas Mnemosyne”. Sin la intención de reducir la capacidad de activación de las discursividades que plantea este assemblage, se puede tomar una pieza que, como un fractal, incluirá en el fragmento las potencias del todo. Me refiero a la piedra dorada y su huella sobre la arena traída de la margen del río. Ésta puede ser una alegoría a la cabeza de Donají, este mito criollo local que funcionó como piedra de toque en el proceso de evangelización católica en los Valles Centrales de Oaxaca; aunque por su dimensión –un metro cuadrado de terreno–, también reconecta con la especulación inmobiliaria actual; o las huellas, al desplazamiento de la historicidad del río, de elemento mítico a vertedero de inmundicias; o incluso, nos podría remitir al cambio de límites territoriales, resultado de los dos grandes cambios de dirección del cauce que ha padecido el afluente durante la historia de ocupación de la ciudad. Un lugar seguro, no es un lugar que se debe de tomar como “seguro”, es una pieza en la que se maneja el concepto de “deriva”, en el sentido debordiano de “paso ininterrumpido a través de ambientes diversos”. La red de relaciones que propone cuestiona una idea hegemónica de territorio –tanto el disciplinar artístico como el geográfico–, y se liga a la noción psicogeográfica clásica de una pieza delimitada. Es decir, nos muestra “la fatal y necesaria belleza” de nuestro entorno, que siempre resulta fatal, necesario y en muchas ocasiones, bello.
Efraín Velasco